
Los personajes que aparecen en la trama frecuentemente se encuentran oprimidos por una serie de injusticias sociales y desigualdades odiosas que les niega la libertad de actuar con autonomía y voluntad. Derrocar el autoritarismo que les impide realizarse como personas es precisamente el sueño que logran alcanzar, un deseo que se materializa durante la Transición y que, al fin y al cabo, destrona al despotismo que les aflige y les martiriza. Sobre el molde de la esperanza, cada uno de los protagonistas construye una ilusión inquebrantable que ni tan siquiera el Guardián de la torre o cualquier otro enemigo infame es capaz de derribar. Como si se tratara de un juego que elude la censura, los símbolos esparcidos sobre estos episodios pretenden manifestar sin tapujos y con total franqueza un mensaje cargado de confianza, en oposición a la mencionada intolerancia vivida a lo largo de los años en el país.
Los cuentos de El hombrecito vestido de gris se consolidan como una obra unitaria, es decir, a pesar de las ligeras diferencias que existen entre ellos, lo cierto es que las ocho historias conforman un mosaico en el que es posible comprobar el adverso panorama de una sociedad que tuvo que soportar las crueles secuelas y penurias de una lamentable contienda, aunque dicho mensaje de protesta se muestre implícito y requiera un esfuerzo de interpretación por parte del lector para comprenderlo en su totalidad. Es aquí cuando bajo el aparente aspecto inofensivo del argumento, posiblemente por su cándido retrato, se vislumbra una crítica implícita que reprocha la tiranía y cualquier atisbo de imposición.

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