martes, 23 de marzo de 2010

Prosas apátridas

Llevo un par de meses intentando zanjar una discusión entre Julio Ramón Ribeyro y yo. Concretamente, degusto con admiración y con parsimonia Prosas apátridas, pero me quedo con mal sabor de boca cuando observo que no hay una prolongación de los pensamientos más geniales del autor. El encanto de sus aforismos e ideas sueltas se encuentra en su brevedad, lo cual me suscita un efímero placer que, desgraciadamente, no consigue apagar mi sed (mi defecto: gula literaria). Aún así comprendo y afirmo categóricamente que, si sus escritos se extendieran más de lo debido, se desvanecería su peculiar y singular atractivo.
Podría entenderse que mi intención se estriba en dilapidar mi tiempo en lo banal, es decir, frecuentar las horas sin ninguna pretensión, en una especie de desidia abúlica (nótese la redundancia) que me conduce a un estado inerte de mi cuerpo - leer por leer nunca fue leer al cuadrado -; no obstante, me decanto hacia el atrevimiento que entraña dilucidar cada uno de los pasajes vitales de este excelente escritor peruano, de ahí mi lentitud. Si me esfuerzo, consigo empaparme de esa embriaguez reflexiva que empañan sus anécdotas, acercarme a los resquicios amargos de los atardeceres grises en París y sumergirme en la nostalgia que evoca su pasado infantil en Lima – Perdón por la tristeza -. Pequeños retazos de una realidad fragmentada en la que niños, ancianos, oficinistas, personas anónimas y mujeres varias son protagonistas accidentales para desarrollar temas tan complejos como el amor, el sexo, la muerte, la soledad y el oficio de escritor, además de múltiples divagaciones metaliterarias. Los relatos e historias que abarcan este conglomerado de diminutos retablos costumbristas se impregnan y se contagian de la introspección individual que lleva a cabo el escritor, acercándolos premeditadamente hasta el género literario del ensayo, pero sin el rigor o la meticulosidad que se le exige en un estudio de esta índole. A partir de la solidez de una prosa sencilla, lúcida y precisa, aunque nunca directa, lo cual deja juego a la sugerencia del lector para traspasar el papel e imaginar esa realidad vivida/sufrida por Ribeyro, se consigue tocar el fondo de la fibra sensible. Y, sin embargo, a pesar de los tintes puramente dolientes que transmite, siempre se observa, al final del túnel, un imperfecto halo de esperanza que nos saca inconscientemente una sonrisa. Posiblemente nos sintamos cómplices con este fumador empedernido, especialmente porque los aforismos representan una insólita fracción del espíritu crítico individual al que solemos acudir en numerosas ocasiones y que pocas veces reproducimos por escrito, pero sobre todo nos sentimos afines a él cuando es capaz de dar rienda suelta a la espontaneidad y aportar una visión ingeniosa y un nuevo significado de lo cotidiano.

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    No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura. El empapelado de un muro que vimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro, aquel rostro que nos sorprendió en el tranvía, pueden ser más importantes para nosotros que los grandes hechos del mundo. Quizás cuando hayamos olvidado una revolución, una epidemia o nuestros peores avatares, quede en nosotros el recuerdo del muro, del árbol, del pájaro, del rostro. Y si quedan es porque algo los hacía memorables, algo había en ellos de imperecedero, y el arte sólo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria.

*Esta entrada merece una explicación. Sinceramente, no tenía demasiadas ganas de redactar una valoración de un blog sobre didáctica y para no sentirme culpable conmigo mismo decidí plasmar un humilde tributo a la figura de Ribeyro. (Mis disculpas José)

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